Cada 12 de noviembre la Iglesia celebra a San Josafat, patrono de la vuelta a la unidad entre ortodoxos y católicos, obispo greco-católico ruteno, mártir de la cristiandad.
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Nació en 1580, de padres católicos fervorosos. Su madre le enseñó a mirar de vez en cuando el crucifijo y pensar en lo que Jesucristo sufrió por nosotros, y esto le emocionaba mucho y le invitaba a dedicar su vida por hacer amar más a Nuestro Salvador.
Fue ordenado sacerdote de rito bizantino y posteriormente llegó a ser Arzobispo de Polotsk (hoy parte de Bielorrusia).
A San Josafat le tocó vivir tiempos muy difíciles: el cisma con Roma, templos en ruinas, el clero secular en crisis con sacerdotes “casados” y con una vida monástica en franco declive.
Como obispo, San Josafat convocó sínodos para enfrentar la crisis, publicó un catecismo, dispuso ordenanzas sobre la conducta del clero y buscó acabar con las interferencias del poder secular en los asuntos de la iglesia local.
San Josafat fue canonizado por el Beato Pío IX, siendo el primer Santo de la Iglesia de Oriente con un proceso formal de canonización.
Durante el Concilio Vaticano II, y a solicitud del Papa San Juan XXIII, los restos de San Josafat fueron puestos en el altar de San Basilio, en la Basílica de San Pedro.
El Papa Pío XI, en su Carta Encíclica “Ecclesiam Dei” escribió que San Josafat “comenzó a dedicarse a la restauración de la unidad, con tanta fuerza y tanta suavidad a la vez y con tanto fruto que sus mismos adversarios lo llamaban «ladrón de almas»”.